27/3/24

Gabomanía





Muchos años después de la muerte de Gabriel García Márquez, sus hijos, Rodrigo y Gonzalo, habrían de recordar una novelita breve, imperfecta, entre los archivos del Centro Harry Ranson en la Universidad de Texas, Austin, y decidieron publicarla. “En agosto nos vemos”, era entonces un remanso río de fragmentos y borradores y versiones esparcidas en 769 páginas, tan recientes y desoladas que muchas de ellas carecían de orden. 

Era imposible no empezar esta reseña parafraseando el famoso introito de “Cien años de soledad”, la novela que hizo del Gabo el escritor universal que hoy es. Y más aún con la Gabomanía que se ha desatado por la publicación, el 6 de marzo pasado, y en 30 países en simultáneo, de su última novela “En agosto nos vemos”. 

A diez años de su cumpleaños y a pocas semanas que la FilBo homenajeé al más talentoso de sus literatos, en un país donde el rostro del Gabo circula en los billetes, sus lectores volvemos a leer algo nuevo del maestro de Aracataca. 

Ana Magdalena Bach, la protagonista, visita cada agosto una isla del Caribe a depositar gladiolos en la tumba de su madre cuyo último deseo fue ser enterrada en el cementerio del pueblo. Hasta la salida del transbordador al día siguiente, la señora Bach, una mujer de mediana edad, durante varios años repitió el mismo itinerario incluso ocupando el mismo taxi que la llevaba al cementerio y comprando a la misma señora los gladiolos de cada año, hasta que una noche un hombre la aborda en el bar del hotel donde se hospeda, se coquetean, beben, y ella por primera vez y después de dos décadas de matrimonio es infiel.
 
Y así, cada agosto durante los próximos cuatro años, Ana Magdalena Bach es libre y esa libertad la sacude y la empodera y la desgasta. Vendrán otros hombres y más gladiolos en la tumba de su madre. Doménico Amarís, su esposo, es director del Conservatorio Provincial. Un hombre carismático, de muchos talentos. Tienen dos hijos, un superdotado del chelo y Micaela, “una díscola encantadora”, que mantiene un noviazgo con un jazzista mientras se prepara para ser monja donde las Carmelitas Descalzas. 

El libro es, además, un panegírico de obras literarias y compositores de música clásica: desde Debussy, Rostropóvich, Dvorack al “Drácula” de Bran Stoker o a la “Antología de la literatura fantástica” de Borges y Bioy. 

Sabemos por Cristóbal Pera, su editor, que la novelita de 126 páginas tuvo cinco versiones diferentes y que la que primó finalmente, fue la versión que llevaba el “ok final” de Gabo. Esta versión final fue ordenada y clasificada por Mónica Alonso, secretaria del fabulador cataquero, y que mantenía en un archivo de Word. En cuatro páginas facsimilares colocadas como colofón del libro, podemos ver las correcciones, las tachaduras, que Gabo hizo hasta que el desvanecimiento paulatino de su memoria le impidió seguir trabajando. 

La publicación de “En agosto nos vemos” es considerada el acontecimiento literario del año. Y es que el autor de “El amor en los tiempos del cólera” es uno de los escritores más queridos del continente. No hay periodista q
ue no haya parodiado la pose con las piernas cruzadas encima del escritorio de trabajo mientras habla por teléfono, ni escritor que no sueñe con su epifanía literaria mientras viaja a Acapulco. 

En una anécdota de Rodrigo García Barcha, hijo mayor del Nobel colombiano, publicada en el libro “Gabo y Mercedes: una despedida” nos cuenta cómo era el ánimo cambiante, disperso, de su padre en los meses que escribió su famosa novela. 

Al regresar de la escuela, a la hora del almuerzo, Gabo intoxicado de tabacos y fantasías macondianas comentaba con alborozo a sus hijos que estaba escribiendo una obra maestra, un clásico, solo comparable a las creaciones de Dickens, Dostoievski y Víctor Hugo. Esa algarabía descendía durante la cena, mientras en el desayuno les aconsejaba a no perder el tiempo en la literatura. Y así, el ciclo se repetía durante el almuerzo siguiente cuando bajaba pantagruélico a repetirles que lo escrito era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.